martes, 3 de marzo de 2009

Una historia para degustar con tamalitos y café de olla

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Cómase un tamal, mi general
La otra obsesión de Francisco Villa

¿Estamos seguros de que la mano
valga menos que el corazón?
Alfonso Reyes


Edgardo Bermejo Mora*

"Sólo al probar los tamales se conoce el valor de la carne", le dijo alguna vez Francisco Villa a uno de los periodistas extranjeros que de cuando en cuando lo entrevistaban. Desde aquella tarde en la que se reunió en Xochimilco con Emiliano Zapata, el general Villa no consentía en su mesa ningún menú que no viniera acompañado por algún digno representante de la variada familia del "pan de maíz", al que se refirió en sus crónicas de las Indias don Gonzalo Fernández de Oviedo.

De Villa se saben muchas historias: de sus caballos y sus mujeres, de su afición por la bebida y el revólver. Nada se ha dicho, en cambio, de su glotonería sin límites, de la tiranía de su paladar y los caprichos de su estómago. Poco nos importaría el relato de la obsesión del general Villa por los tamales, si no fuera porque de ese idilio gastronómico se desprendió más de una calamidad: el fusilamiento de un cocinero inocente, la desaparición de un periodista francés que pudo ser, pero no quiso, el John Reed europeo, y la derrota militar del general Villa en Celaya.

Hasta antes de bajar al sur para derrocar al usurpador Victoriano Huerta, los dorados de Villa comían carne hasta el hartazgo. "Falta sabor, pero sobran proteínas", le dijo Felipe Angeles a Villa la víspera de la toma de Zacatecas, cuando en una sola tarde se sacrificaron quince vacas pellejudas para celebrar la inminente victoria militar.

Villa y sus tropas eran gente humilde de rancho que a estas alturas de la guerra comenzaron a extrañar otros sabores y otros paisajes. Tanto cuerpo ensangrentado en el campo de batalla terminaron por inhibir sus instintos carnívoros, y la sola mención de la carne les provocaba náusea. Porque el norte es árido, es cabrón, y no siempre podían conseguir los frijoles, mucho menos el huevo o la fruta, a no ser que pelaran tunas o asaltaran los graneros de algún hacendado díscolo. A veces, bendita escasez, sólo había carne de comer, carne de animal muerto, carne de vaca flaca, sola sin su alma en el plato, rotunda y sin gracia. Y así andaban los villistas, moviendo a los soldados de la tropa entre el bufar de los trenes, la pesadez de la artillería, las risas de los chamacos y la lentitud del ganado, otra cosa no se podía hacer.

Al menos para Villa y sus oficiales la situación cambió cuando llegaron a la capital de la República en diciembre de 1914. En su calidad de jefe de las fuerzas armadas de la Soberana Convención Revolucionaria, los banquetes y las recepciones pomposas abundaron. Como le dijo años después a Martín Luis Guzmán: "En México volví a comer como Dios manda, con sopas condimentadas y guisados calientes, con frutas frescas y postres azucarados, con bebidas finas y café de olor".

Sin embargo, nada de eso causó en el general tanto impacto como la tarde del 4 de diciembre en Xochimilco, cuando un mesero le puso frente a sus ojos un plato humeante de mole de guajolote, acompañado por dos tamalitos de garbanzos y unos frijoles de la olla sazonados con manteca, cebolla, chile verde y unas hojas de epazote.

Casi nada bueno sacó Villa de su visita a la capital, acaso unas cuantas fotos que después se harían leyenda, como aquella en la que posó sus nalgotas en la silla presidencial, y el feliz descubrimiento de que en el sur se prepara la comida con sensualidad tropical y sabiduría mestiza, mezcla barroca de sabores y olores buenos, de hierbas y flores, de colores y texturas. "Sólo hasta que fui a la capital –confesó alguna vez el general Villa a José Vasconcelos– y comí tamales, pozole, sopa de cuitlacoche al ajillo, tlacoyos de haba y quelites, gorditas de chicharrón prensado, huaraches rojos y verdes… sólo entonces comprendí por qué los indios de estas tierras hicieron del maíz un dios".

El general Villa supo tomar las providencias del caso. Ordenó a uno de sus oficiales de mayor confianza que negociara con los zapatistas todo cuanto fuera necesario para seguir comiendo tamales en su regreso al norte, donde su gente lo esperaba. Como resultado de la singular negociación extramilitar se obtuvo: un flamante molino para hacer el nixtamal, que Zapata personalmente expropió de una hacienda en Yautepec, treinta y tres costales de hoja de maíz, veinte cerdos, cincuenta pollos, cinco guacales con chiles de varios tipos, hierbas de olor, cebollas, tomates y jitomates, cinco latas de manteca fina y un cocinero chaparro al que todos llamaban Manuelito el tamalero.

Villa regresó al norte descontento por los desmanes de la Convención, pero con el buen humor que siempre le provocaba sentir a su barriga contenta y, al menos temporalmente, satisfecha. La primera noche que paró, al saber que en la estación del tren le esperaban varios generales de su Estado Mayor, de puro gusto ordenó preparar una poderosa tamaliza con todo y champurrado, que a decir del general Fierro era como beberse la leche de alguna legendaria diosa azteca. Se armó la fiesta, se bebió charanda, se bailó, y al cocinero Manuelito se le premió elevándolo a rango de teniente.

Ya para entonces el gusto de Villa por los tamales se había convertido casi en una obsesión. Por eso mandó un mensaje a los villistas que seguían en Cuernavaca armando borlote en la Convención, para que hicieran del conocimiento público su marcada afición tamalera. De esta manera Villa calculaba que tarde o temprano le empezarían a llegar gran variedad de tamales provenientes de igual número de regiones con representación en la Soberana Convención Revolucionaria.

Algunos por lealtad, otros por lambisconería, pero lo cierto es que al poco tiempo los tamales comenzaron a fluir con mayor puntualidad que el suministro de armas y municiones. Para garantizar el operativo los allegados al general establecieron toda una red de abastecimiento que iba desde el extremo sureste hasta el pródigo Bajío. Por igual llegaban tamales de la costa guerrerense que de los altos de Veracruz, burlando a las tropas carrancistas, esquivando los retenes de Obregón. Por su parte, el teniente Manuelito se partía la cabeza en la creación de nuevas y cada vez más descabelladas versiones del tamal, siempre atendiendo los caprichos gastronómicos de su general: "Ora hasta unos de borregos, ora con panza de vaca, ora rellenos de sesos…".

Desde Oaxaca llegaron los chuchulucos y los chipilitos. Los primeros iban envueltos en hoja de plátano y estaban rellenos de una especie de mole llamado "amarillito"; los segundos eran más sencillos, pues sólo consistían en una bola de masa con sal y una hierba de gusto amargo a la que llamaban chipil que al general francamente no le gustó. Hasta sus oídos llegaron noticias de un tamal de linaje zapoteco aderezado con mole negro, que fue la predilección de Benito Juárez, pero jamás pudo darse el gusto de probarlo.

El Club Liberal de Comitán le envió varias docenas de tamales chiapanecos rellenos de pollo, plátano macho, pasitas y jitomate. "Estos están más perfumados que Obregón", se quejó Villa en la cocina del cuartel de Aguascalientes, arrojando el tamal al suelo con lujo de violencia y con el ceño fruncido.

Con mejor suerte corrieron los tamales que envió en el mayor de los sigilos el cacique de Altotonga, que se arriesgó a ser fusilado por las tropas de Carranza con tal de que el general Villa conociera las delicias del chilahuate y el patachtle, ambos envueltos en hoja de maíz, con relleno de frijol tierno y calabaza, el primero; y de chícharos y chile, el segundo. El general los engulló sin gran entusiasmo aunque tampoco se quejó. Digamos que estuvieron bien a secas.

El día que llegó hasta su mesa la versión yucateca del tamal, el general les quiso hacer el fuchi pues su aspecto era similar a los "perfumados" chiapanecos. Finalmente los probó sin que nadie le advirtiera de las inclemencias del chile habanero. No debió hacerlo: al sentir la lengua y las orejas encendidas se puso furioso y maldijo a todos los que lo rodeaban. Pagaron las consecuencias unos curas de Torreón a los que, todavía enchilado, mandó a fusilar por almacenar en secreto varios costales de grano en sus parroquias.

El sureste y los tamales no se llevan, juzgó Villa, y por tanto solía preferir aquellos que iban envueltos en hoja de maíz, en su hábitat natural, por decirlo así, y no los tamales de hoja de plátano que le resultaban, por lo menos, inquietantes, demasiado tropicales para alguien que nació y creció en los áridos parajes de Durango.

Una tarde de principios de mayo en la que Villa festejaba su santo, el teniente Manuelito preparó unos tamales de dulce hechos a base de piloncillo, ciruela pasa y frutas secas de Jalisco. Ese día el general tenía como invitado en su mesa a un periodista francés que hablaba bien el castellano y era buen conversador. De pronto, el francés sacó de su mochila una botella de coñac que ofreció a Villa como muestra de su amistad. Villa recibió la botella con gesto de desconfianza, pero enseguida ordenó abrir aquella lujosa extravagancia a uno de sus soldados.

Mientras tanto, el periodista explicó que en cierto lugar al sur de Francia era costumbre de los varones rociar al postre con coñac para imprimirle sabor y exclusividad. Devolviendo la gentileza, Villa vació su copa recién servida en aquel tamal empalagoso. Pinchó un trozó y lo condujo hacia la boca con la firmeza en el pulso y el cinismo en la mirada de aquel que todo lo prueba. Masticó el bocado con ritmo seductor y paciencia inquisidora. Limpió con su mano derecha los restos de tamal atrapados en el bigote mientras todos esperaban en silencio su dictamen. Sobre todo el francés, que ya sabía de los arranques energúmenos del general cuando algo le disgustaba, que podía comprender lo que significaba sacar al general de sus casillas.

Pero esta vez pasó la prueba, mejor todavía: tras soltar una carcajada violenta y estridente el general Villa mandó traer un pequeño baúl lleno de billetes arrugados y monedas de plata, lo más parecido que podríamos imaginar al tesoro de un pirata. Entonces suplicó a su nuevo amigo francés que cruzara la frontera para conseguirle del otro lado algunas cajas del apreciado coñac: "Si pretendes no volver para quedarte con el dinero que te estoy dando –señaló el general imprimiendo un tono de gravedad a su advertencia–, tarde o temprano mis hombres te encontrarán y ahí mismo te pasarán por las armas; pero si vuelves, y me traes las cajas, entonces te regalaré tres baúles llenos de dinero como éste". El francés, por lo pronto, obedeció. Por la mañana tomó el camino a Laredo prometiendo volver lo antes posible. Dos hombres de la confianza de Villa lo escoltaron hasta la frontera, pero ya del otro lado tendría que seguir solo su camino.

Larga fue la lista de tamales que llegaron por esos días a la mesa del general: de Campeche rellenitos de cazón y de pejelagarto; de Guerrero tamales de sardina o de carne de iguana; de Tampico otros más raros hechos con la hueva de un pescado azul; y de San Luis Potosí un imponente nacatamal de veinte kilos de peso, con las entrañas a reventar por la carne de siete pollos. Todo un himno a la abundancia y una sinfonía del exceso.

Cuando llegó el nacatamal las cosas se estaban complicando para la División del Norte. Ese día el general Villa decidió compartir el descomunal pastel potosino con los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos, que habían llegado a Salamanca para interrogarlo sobre el tremendo enfrentamiento que se avecinaba. El general Obregón ya había ocupado Celaya, y todo parecía indicar que en pocos días aquella ciudad se convertiría en escenario de una gran conflagración que habría de decidir la guerra.

Las fuerzas estaban más o menos parejas: veinte mil hombres al mando de Villa, y como quince mil de Obregón. Para entender la diferencia de números había que considerar que Obregón era quien defendía la plaza y Villa quien la atacaba, y en la guerra siempre resulta más costoso atacar que defenderse. De manera que nadie en ese momento podría adivinar el desenlace, dos genios militares frente a frente en igualdad de circunstancias. Sólo la caprichosa intervención de la fortuna inclinaría la balanza en favor de una de las partes.

Esta vez el azar jugó en contra del general Villa: su afición por los tamales pagó por partida doble la cuota de culpa que le correspondía en la tragedia.

El primero de estos incidentes tuvo que ver con la comunicación de Villa al exterior por medio de telegramas escritos en código secreto. Ocurrió que el mismo día que Obregón tomó la plaza de Celaya, el general Villa, acantonado en Salamanca, pidió refuerzos al general Herón González que entonces estaba escondido con varios miles de a caballo entre los estados de Jalisco y Michoacán. Hombres del general obregonista Benjamín Hill lograron interceptar el telegrama en clave, pero no hubieran descifrado por dónde llegarían los refuerzos villistas, a no ser por la torpe indiscreción cometida por órdenes del propio Villa.

La criptografía del telegrama era impecable y elusiva, de modo que ni el más astuto podría descubrir los códigos utilizados por los estrategas de Villa para pedir refuerzos anticipando la hora y día del ataque, pero al final del mensaje se añadió una petición de último momento en la que, renunciando a los códigos secretos, se pedía en llano y puro español que se enviaran cinco botes de corundas –un pequeño tamal que se prepara en el centro de Michoacán– para satisfacer un antojo del general. Siendo así, para los obregonistas no fue difícil sacar conclusiones: si Villa pide corundas, quiere decir que espera la llegada de refuerzos por el rumbo de Morelia. En consecuencia, Obregón adelantó algunas tropas entre Guanajuato y Michoacán, impidiendo de esta forma que su glotón enemigo se reforzara.

Vino entonces el primer choque de fuerzas. Tres mil bajas le produjo a la División del Norte el intento fracasado de tomar la plaza a punta de fuego y metralla. A pesar de esta derrota Villa se pudo reorganizar y una semana después lanzó nuevamente sus tropas al combate. Es aquí donde aparece la segunda desventura, cuyas causas obedecen al testarudo apetito del general.

Tras la primera derrota, el general Villa reunió a su Estado Mayor para evaluar los motivos del fracaso. Además de la evidente falta de refuerzos, que no pudieron cruzar el cerco michoacano del general Hill, entre otras causas se estableció con claridad que hizo falta la presencia alentadora del general Villa en la línea de combate. Los oficiales estaban convencidos de que la tropa peleaba con mucha mayor garra si sentía la compañía de su valiente inspirador. De modo que se aceptó como imprescindible la participación en primera línea del general Villa y sus oficiales más reputados para el día que reiniciaran los combates.

"Muchachitos –arengó el general a sus tropas poco antes de entrar por segunda ocasión en el combate– antes de parpadear la tarde entraremos a Celaya a sangre y fuego". Era el amanecer del jueves 14 de abril de 1915. Villa se jugaba todas sus cartas en la refriega.

Aquel día desde muy temprano el general se levantó de la cama, inquieto como estaba por la importancia de la batalla. No había terminado de clarear la mañana cuando Francisco Villa, víctima de una voracidad no menos compulsiva que nerviosa, decidió zamparse media docena de unos pequeños tamales de frijol, elaborados en Xochimilco, cuyo mote de "pedorritos" explicaba por sí solo su alto poder devastador, aun para el estómago mejor entrenado.

Así fue. Desde las ocho de la mañana el general se encerró en el despacho doblegado por severos retortijones que no lo dejaban respirar, oyendo y lamentando que su enorme barriga rugía y daba patadas como una bestia furiosa. A partir de las diez quedó adherido de manera por demás abyecta a un retrete de catrín, forrado de terciopelo, en el que lentamente se fueron acumulando sus despojos intestinales y sus lamentos.

De manera que el general no pudo acompañar a sus dorados que dos días después regresarían completamente derrotados y ya sin ninguna esperanza. Reducidas sus tropas a menos de la mitad, superado el empacho y controlada la diarrea, Villa tuvo que huir a toda prisa a la ciudad de León, sellándose de esta forma el principio de su ruina militar.

Tres meses después de la catástrofe de Celaya el general rezongaba por la derrota desde su refugio de Aguascalientes. En medio de esta desgracia le queda un consuelo que es a la vez motivo de alegría: el 3 de junio, cuando sus tropas debilitadas soltaban los últimos coletazos previos a la huida, una bala de cañón alcanzó el patio central de la Hacienda de Santa Ana del Conde, arrancándole de un solo tajo el brazo al general Obregón.

Mientras esperaba el desayuno, el general Villa se deleitaba al imaginar al enemigo recogiendo del suelo su extremidad ensangrentada. A tiempo se presentó Manuelito con dos tamales verdes recién sacados del bote, un par de huevos estrellados y un café criollo de Veracruz.

El general se acarició el bigote como siempre lo hacía cuando el hambre apremiaba y el festín era inminente. Con inusual delicadeza en él, casi con la gracia de una bailarina, liberó a la pareja de tamales de su envoltura tibia y húmeda, tomó el tenedor y lo hincó sin clemencia sobre la piel blanda del tamal. Dio los primeros bocados mientras repasaba las hojas del ejemplar atrasado de un diario que reproducía la foto del frasco de formol donde se conservaba, como mudo testimonio de la guerra, la mano desgraciada del general sonorense. A la tercera arremetida del tenedor el general advirtió que había llegado al corazón del tamal, prensó el trozo de carne con indudable habilidad, pero también con la natural distracción de quien se encuentra comiendo y leyendo al mismo tiempo. Antes de que el bocado culminara su trayectoria desde el plato hasta las mandíbulas de su depredador, el general Villa alcanzó a mirar de reojo un trozo de carne macilenta y oscura, quedándose en ese instante paralizado por el horror, el asco y la sorpresa: adherido al cubierto, o mejor dicho, atravesado por él, Francisco Villa había estado a punto de llevarse a la boca un dedo humano.

Era un dedo meñique, grisáceo por su avanzado estado de descomposición, ligeramente encorvado y con la uña bastante crecida. Su mano temblorosa no podía soltar aquella pesadilla de dedo que parecía clavársele al general en medio de los ojos. Como si el cercenado despojo de Obregón estuviera cobrando venganza, como si aquél fuera el dedo flamígero de Dios que emergía de las nubes vaporosas del tamal acusándolo y condenándolo por tanta guerra y tantas muertes.

Finalmente arrojó el dedo al suelo con evidente repulsión y enseguida sintió que la lengua se le iba para atrás anunciando un vomitar violento y lastimoso, continuo y sordo. Así terminó la afición de Francisco Villa por los tamales sureños.

Ese mismo día, y sin mediar juicio alguno, el teniente Manuelito fue pasado por las armas. El propio general se encargó de darle el tiro de gracia, pero no fue uno, sino ocho los patadones de su revólver que descargó con furia sobre el cuerpo inerte de su cocinero. Tiempo después se supo que la broma macabra fue planeada y cumplida por uno de los prisioneros obregonistas que trabajaba como mozo en la cocina. Pudo haberlo envenenado si así se lo hubiera propuesto, pero aquel infeliz sólo quería hacerle pasar un mal rato al general, y esto le costó la vida.

De quien nunca se volvió a tener noticias fue del periodista francés. Años después, cuando Villa pasaba sus últimos días en la hacienda de Canutillo, un gringo le contó que había conocido a un próspero cantinero francés en la Louissiana, que se había hecho rico a fuerza de vender coñac y vino a los indios piel roja y paladar afrancesado. Entre risa y risa, su compadre le contó que aquel tipo a diario hacía alarde de ser el único hombre vivo que logró burlar al general más sanguinario de cuantos pudo haber sobre la Tierra. El general Villa soltó la carcajada fuerte: "¿Sanguinario yo? Si viera que los hay más cabrones"

*Edgardo Bermejo Mora es escritor y periodista.

Este relato forma parte de la antología Líneas aéreas, nuevos narradores hispanoamericanos, de la editorial española Lengua de Trapo.

fuente: http://www.etcetera.com.mx/1999/340/bme0340.htm
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