miércoles, 24 de diciembre de 2008

Esa experiencia de la muerte

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En 1940, José Revueltas asistió a los últimos momentos de vida de su hermano Silvestre. Los describe así:

“Apenas pasan unos cuantos minutos de las doce de la noche; ha comenzado el cinco de octubre.” […]

“Las manos de Silvestre tiemblan con trepidantes sacudimientos y, sin apartar de mí su espantosa, justiciera mirada, mueves los labios con retorcidas, torpes contracciones epiletoides, en un esfuerzo desesperado por articular alguna misteriosa palabra, que ya no alcanza a decir. Su cuerpo brinca por dentro con dos o tres violentas convulsiones y ahora sus ojos se vuelven hacia atrás, omo si alguien tirara de ellos con desconsiderada rudeza, desde el interior del cráneo, mientras los párpados permanecen abiertamente rígidos y tensos, con los músculos paralizados.

“ —¡Hermano, hermanito querido, hermanito del alma! —escucho a mi hermana Consuelo que solloza con un ronquido bestial, inhumano, a tiempo que toma entre sus brazos la cabeza de Silvestre y lo besa en la frente. Del otro lado de la cama apenas logro distinguir la figura borrosa, atribulada de Ángela.

“Yo me arrojo a los pies de Silvestre y hundo mi rostro entre ellos. Son unos pies calientes, unos pies que arden y me queman los labios como una llama, en este abrumador incendio de su muerte.

“Me siento despedazado, destruido. Pero cuando, transcurridos unos instantes, me aproximo a contemplar el rostro de Silvestre, nunca recuerdo haberlo visto ni tan bello ni tan puro, dulcemente quieto y en reposo, después de haber combatido por última vez.

“Después de haber sido derrotado por última vez.”

Y es que la muerte de un familiar querido, de una persona amada, es un suceso terrible, duro, imposible de soportar en ocasiones.

Hace dos años, el 23 de diciembre del 2006, murió mi hermano Arturo, el mayor de todos. Su muerte ocurrió entre las gélidas paredes de la sala de terapia intensiva. Pero ya tenía un par de días inconsciente, es decir sin reconocer a nadie. Deliraba, y aunque yo sabía que se hallaba en agonía no quería aceptarlo. Cremamos su cuerpo el día 24, hacia el mediodía; retornamos todos con su urna funeraria, llenos de estupor, como si hubiéramos asistido a un acto que nos fuera completamente ajeno. Su ausencia rotunda, pesada, dolorosa, nos confirmó el hecho simple y brutal de su fallecimiento, de su no ser. Yo tampoco “recuerdo haberlo visto ni tan bello ni tan puro”.

El lugar es común: el tiempo amortigua el dolor, pone en sordina el estrépito del llanto y los recuerdos, apacigua las iras.

Sólo quiero recordarlo en este su aniversario de muerte: Arturo Coria, mi hermano, un hombre trabajador y digno.

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