Vecinos
Sin decir agua va, el tipo me acribilla con su declaración:
- Mi hijo asiste a la escuela de futbol fulana, la más chingona.
- Lo felicito –le digo sinceramente-. ¿Y ya juega futbol su hijo?
Sé por qué se lo digo. Durante meses escuché al sujeto decirle a su propio hijo que gasta mucho en la mentada escuela, que no ve avances, que si es el más pendejo de todos, que él sí aprovecharía las oportunidades. En fin. Lo sé, lo he escuchado: es mi vecino de al lado.
Las paredes oyen, pero las mías también gritan. No han sido pocas las ocasiones en que he debido bajar el volumen de mi propio televisor y reprimir mis gritos ante el temor de molestar la sacrosanta tranquilidad de otros hogares. Mi vecino hace lo contrario. Sus alaridos cuando su equipo anota me recuerdan los aullidos de una bestia herida o en celo, pero bestia al fin y al cabo. Reconozco que tenemos algo personal: somos aficionados de equipos rivales.
Nadie tiene la culpa. El destino, el karma o un mal viaje nos juntaron en este edificio de departamentos, separados apenas por un papel que si no es transparente es gracias a las constantes capas de pintura que aplica cada uno en su lado con la esperanza de engrosar lo que apenas puede llamarse muro. Maldito interés social, repito con frecuencia.
Ya a nadie espantan los rechinidos de las camas ni los gemidos que demuestran que todavía hay quien hace caso omiso a falsos pudores, a las noticias llenas de muertos por el narco o por los operativos policiacos en discotecas. Todavía hay quien sabe amar y disfrutar el amor. Eso reconforta y nos reconcilia con el mundo. Vamos, uno puede soportar a daddy yanquee o a la sonora dinamita un domingo por la mañana pensando que así los vecinos quieren descargar su tensión y nos invitan a lograrlo por la misma vía. El resto de la semana dejarán que nuestros oídos se repongan de tal violencia auditiva. Nosotros podríamos hacer lo mismo si quisiéramos.
Pero mi vecino de al lado es un verdadero monstruo consumidor de futbol. Graba los partidos y los programas deportivos; una y otra vez, como si con ello lograra borrar sus pecados, reproduce los programas hasta altas horas de la noche. Y no se trata de que eso me impida conciliar el sueño o continuar probando la resistencia de los resortes de la cama conyugal; más bien, y en eso radica parte de mi odio, es la desfachatez con la que me restriega su libertad y su poder adquisitivo lo que me desasosiega.
Por ello decidí acudir a la trampa de los abonos chiquitos y vender mi alma al diablo a cambio de una pantalla de plasma y teatro en casa. ¡Qué maravilla! Con ello la situación cambió completamente: ahora quienes se quejaban eran mi gorda y los niños; pero el vecino (¡estaba seguro!) se moría de envidia al imaginar las dimensiones de mi aparato —digo, sin albur—, ya que me había encargado de quejarme públicamente de que ahora lo que me faltaba era espacio en casa para ubicar tan soberbia tecnología. Me las ingenié para que el vecino pudiera atisbar por entre la cortina entreabierta cuando transitaba por el pasillo. Y por supuesto, también grabé los partidos de la Eurocopa con el insidioso fin de repetir las mejores jugadas a todo volumen y con las cortinas corridas.
Mi felicidad duró un mes exacto. La primera mensualidad fue brutal: tuve que llevar todo al monte y buscar otros ingresos para pagar los siguientes abonos, además de los útiles y uniformes de los chamacos. Maldita mercadotecnia, dije con amargura.
Pero no acabó allí la cosa. Al retornar a casa un miércoles por la noche, molido de trabajar y mentando madres por las continuas fallas del metro, escuche un ruido conocido. Me asomé por una ventana y vi con horror que allí estaba él, mi vecino, sentado ante una pantalla de plasma mucho mayor que la mía, riéndose de mí (¡estaba seguro!), sabiendo que me moriría de frustración por no ser yo el propietario de aquél aparato.
Las siguientes cuatro semanas fueron un infierno, debo confesarlo. Apenas pude refrendar la boleta, y entre los partidos que medianamente escuchaba (el maldito bajaba el volumen cuando anotaban un gol), los reclamos de mi vieja y la nostalgia pambolera, apenas si me di cuenta que el vecino fastidioso dejaba de serlo. Un día me descubrí con la oreja pegada a la pared tratando de escuchar la retransmisión del partido que no había visto la noche anterior. Y nada.
Un lunes por la mañana, al salir de casa, descubrí a mi vecino pocos metros delante de mí. Iba encorvado, arrastrando los pies, como jugador que ha perdido de último minuto el campeonato que ya sentía en el bolsillo. Era la viva imagen del caballero de la triste figura pero sin Dulcinea, sin balón, sin goles.
Por un instante sentí el impulso de llamarlo, de hacer las paces. No lo hice. Tuve miedo de que de al volverse no fuera el suyo sino mi propio rostro el que me devolviera el saludo.
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