martes, 6 de enero de 2009

Epifanías

* * *

La epifanía (del griego επιφάνεια) significa manifestación, revelación y, por extensión, fenómeno milagroso.

Horacio Salazar nos informa (Milenio Diario) de “una versión laica que en el Merriam-Webster está expresada así: ‘manifestación súbita de la esencia o significado de algo’. Indica el momento en que se revela la auténtica naturaleza de algo, y no es de extrañar que su connotación más común aluda a la visita de los Reyes Magos al recién nacido Jesús”.

Efectivamente, para los cristianos representa el momento en que Dios manifiesta o hace presente su naturaleza divina en el cuerpo del niño recién nacido. Los testigos son hombres, pero sabios, venidos de oriente, de las regiones más antiguas y antaño poderosas, como símbolo del reconocimiento de muchas naciones de que El Salvador de la humanidad ha aparecido en tierras pobres y lejanas. Oro, incienso y mirra, artículos todos ellos preciosos para el (sentido) común de los mortales, son ofrendados en honor del que viene a redimirnos. Al menos así lo quiere la mitología cristiana, y así se apoya de profetas como Miqueas en el Antiguo Testamento.

(De haber ocurrido en Mesoamérica, los presentes habrían sido cacao, jade y plumas de pájaro quetzal, acaso. Por cierto, jamás he sabido el destino que los padres de Jesús dieron a los regalos que los Sabios de Oriente depositaron a los pies del niño divino).

La ciencia —nos dice también Salazar— también crea sus propias mitologías y hace un uso más amplio de la epifanía identificándola como ese instante mágico del descubrimiento que ha denominado como “momento eureka”: los ejemplos más conocidos son, precisamente, la imagen de Arquímedes en su bañera hallando la solución al problema del peso de la corona del rey; también , la famosa manzana que cae en la testa del futuro Sir Newton. Pero lo importante en la ciencia no es el momento mágico sino en antes y el después de ese instante: “La magia, pues, no es un momento: es un largo y afanoso trabajo.”

Dos epifanías del ámbito político se celebran este inicio de año. El primero es el medio siglo del triunfo de la Revolución Cubana, sobre cuya historia y consecuencias han corrido océanos de tinta. Para la simbología de la izquierda revolucionaria, este acontecimiento mostró que sí era posible instaurar el socialismo en tierras americanas. La idea misma de la revolución triunfante, toda la parafernalia ideológica que acompaña estos hechos, revela en su fondo una epifanía política que se acompaña de himnos y amaneceres, de nacimientos y avatares definitivos.

Otro momento político que puede equipararse a la epifanía es el alzamiento zapatista de hace quince años, celebración que ha tenido su buen bailongo en Oventic, aderezado con discursos y consignas que fortalecen el espíritu (revolucionario). Yo prefiero celebrar la fecha en que el Estado y el EZLN hacen un cese al fuego y buscan (lo siguen haciendo, al menos el EZLN) soluciones pacíficas a problemas añejos y poco atendidos. De hecho, este amanecer fulgurante de los indios chiapanecos supuso un opacamiento de lo que de alguna manera han identificado como el nacimiento del anticristo nacional, es decir el inicio del TLC con EU y Canadá. Ese diablo subsiste, y no es más que otro rostro del demonio llamado neoliberalismo.

Así como el nacimiento de Jesús marca el inicio de la era cristiana, no es raro que todo movimiento o movilización, desde las marchas por la seguridad pública hasta los movimientos por la esperanza (ya incluimos a los movimientos guerrilleros) busquen establecer un antes y un después en el momento de su manifestación. Lo tenemos enraizado en el subconsciente, como un mecanismo que nos permite volver inteligible nuestro propio acontecer en esta vida. Tales son los cumpleaños, y por supuesto los inicios de año.

Todas las artes no son sino la reiterada manifestación de la epifanía, venida a menos con el calificativo de inspiración. Los artistas verdaderos, reconocidos o no, son mensajeros (ángeles) que expresan diferentes aspectos de la divinidad o la naturaleza o el genio humano. Una de las mejores descripciones de esa manifestación la leí en el “retrato de un artista adolescente” de Joyce, que describe el acto creativo no como ocurrencia mecánica sino quizá como el dificultoso brote de la conciencia, del alma creándose a medida que crea:

El instante de inspiración parecía ahora ser reflejado de todas partes a la vez por una multitud de incidencias nebulosas, por todo lo que había existido, por todo lo que podía haber existido. El instante se había abierto como un punto de luz y ahora de nube a nube, entre vagas incidencias, se iba tendiendo una forma que velaba el último rastro luminoso. En las entradas virginales de la inspiración, la palabra se había hecho carne. El arcángel Gabriel había bajado a la celda de la doncella. Y, disipada ya la llama blanca, sólo quedaba en el espíritu su rastro resplandeciente, que se iba de nuevo intensificando, intensificando, hasta dar una llamarada de luz ardiente y rosa.

Aquella luz rosa y ardiente, era el corazón de ella, su corazón extraño y anhelante, lleno de anhelos desde antes de los principios del mundo, y, tan extraño, que el hombre nunca lo había conocido ni nunca lo podría conocer; y seducidos por aquel resplandor rosado, los coros de los serafines estaban cayendo de los cielos.

¿No estás cansada de ese ardiente afán,
tú, de ángeles caídos seducción?
No me evoques encantos que se van.

Los versos descendían desde su mente a los labios. Y mientras se los repetía en voz baja sintió que bullía por entre ellos el movimiento rítmico de una villanela. El resplandor rosado estaba irradiando unas emanaciones de rima: afán, volcán, imán; rayos que abrasaban el mundo consumiendo a un tiempo los corazones de los hombres y de los ángeles. Y eran los rayos que salían de la rosa del corazón de ella, de su corazón lleno de anhelos.

El corazón del hombre es un volcán
por tus ojos que dueños suyos son.
¿No estás cansada de ese ardiente afán?

¿Más? El ritmo se extinguió, cesó, comenzó de nuevo a moverse y a latir. ¿Más aún? Sí: un ascensión de humo, de incienso que subía desde el altar del mundo.

Más que el fuego tus laudes altos van,
humo en el mar, desde uno a otro rincón.
No me evoques encantos que se van.

El humo ascendía desde todos los puntos de la tierra, desde los mares nebulosos también y era el incienso de sus alabanzas. La tierra toda era como un incensario que se mecía, que se balanceaba, como una bola de incienso, como una bola elipsoidal. El ritmo cesó de repente. Se había roto el grito de su corazón.


Mientras en América Latina y España se celebra la epifanía de los Reyes Magos, en las tierras donde vivió y murió el hombre cuya divinidad adoran los cristianos ocurre lo contrario. Allá la muerte se enseñorea entre la población civil palestina y judía, y sobre todo entre los niños —¡todos ellos divinos!— que, una y otra vez, seguirán sufriendo y muriendo en medio de los odios viejos y nuevos. Allá no hay epifanías.

Pero es el 6 de enero en esta ciudad desesperante. Mi hijo ha despertado y me despierta con su algarabía infantil ante los regalos encontrados bajo el árbol navideño. Todo mi ser se estremece; por un instante fugaz se permite este devaneo religioso, mientras bendigo que mi familia no se encuentre en medio de los cañoneos ni al alcance de las balas asesinas. La felicidad de mi hijo me devuelve al presente, y entonces veo con claridad: en su sonrisa reside la divinidad.

* * *

No hay comentarios: