jueves, 30 de octubre de 2008

de "Crónicas llaneras"

Para mi hermano Arturo (qepd)

Premonición

Esa mañana me levanté con la certeza de que mi vida cambiaría. Había soñado que anotaba el gol ganador en el último minuto. Justo cuando me estiraba para recibir el trofeo me despertó mi hermano mayor.
- ¡Ya parate, güevón! Luego por qué te dejan atrás.
Es duro ser siempre el último al que eligen para integrar un equipo. Y es más duro cuando el hermano de uno es siempre el primero en ese caso. Pero esa era mi vida y yo me había resignado ya a los comentarios comparativos. Una de mis diversiones era anotar la cantidad de veces semanales en que me decían cosas como “¿por qué no eres como tu carnal?”, y luego ordenarlas por variantes.
Pero la mañana de ese domingo tenía la sensación de algo distinto, luminoso, como la promesa de un beso. Y lo del beso era porque aún me acordaba del que Sandra me había prometido semanas antes, dejándome colgado de la brocha. Aquella tarde, luego de esperarla por más de tres horas, me sentí como la ocasión en que teniendo el balón a tiro de gol, el portero ya vencido, rebané el esférico con el empeine del pie derecho. Creo que se convirtió en el primer satélite mexicano. Durante meses mi carnal y la banda me acosaron al grito de “pen-de-je-te, avienta un cohete”. Los odié, pero ni así pudieron echarme del equipo.
Ya no escucharía más ese cántico, o por lo menos no estaría dirigida a mí. Habíamos evolucionado desde la banda de la cuadra que sólo jugaba cascaritas al poderoso Astros San Martín (el nombre de la calle), que se perfilaba como campeón de liga con sólo una derrota en 32 de las 40 fechas del torneo. A ese paso conquistaríamos el campeonato en nuestra primera aparición.
Ese día jugábamos contra el San Fernando. Sobra decir que yo me hallaba en la banca. Como el suplente del portero se había lesionado en la chamba me inscribieron con su número. Total, el titular difícilmente dejaría su puesto a un defensa lateral que ni siquiera había jugado su primer partido formal. Todos estuvieron de acuerdo, incluso nuestro padrino de uniforme (el padrino verdadero de mi hermano), quien se hallaba sentado al lado mío y disfrutaba el partido con la esperanza de ver convertido a su ahijado en un star, según decía. Yo sospechaba que él sólo quería representarlo para venderlo al mejor postor a un equipo profesional o semiprofesional, lo mismo daba, y para conseguir un palco en el estadio para llevar a las novias que engatusaba con el señuelo de una plaza en Pemex.
A esas alturas yo ya tenía novia; de hecho era la primera. Se trataba de la hermana de El Buchacas, quien se había ganado el apodo por la cantidad de tacos que se tragaba al final de cada partido, sin contar las chelas. Elvia, con sus besos, me había curado el alma, pero también había acrecentado, sin proponérselo ella, mis deseos por sobresalir en el deporte de las patadas. Claro, quería impresionarla.
Al comienzo del segundo tiempo ella dijo que iría a pasear “por allí”. Mi atención quedó dividida. Al minuto sesenta teníamos ventaja de un gol, pero una descolgada del equipo contrario dejó solo a nuestro portero, quien fue acribillado sin piedad por el rival: empatados al minuto sesenta y dos. Yo estaba seguro que los nuestros remontarían el marcador, como lo habían hecho antes. Me escabullí, con el viejo pretexto de ir a orinar, y me fui “por allí”, detrás de un árbol situado al pie de una pequeña hondonada; abajo, un riachuelo de aguas no tan negras ni tan fétidas daban una sensación de paz y lejanía campirana a ese espacio que sobrevivía al cemento.
Elvia me esperaba. Había más tierra que pasto pero nos abrazamos y recostamos unidos en un beso largo, único. Yo dejé de oír las voces del partido y sólo escuchaba las de mi propio juego, las de mi propio corazón. Fue esa mi primera vez. No había transcurrido mucho tiempo, pero para mí había sido toda una eternidad.
Supe luego que me habían buscado, desesperados y furiosos. El delantero rival se había barrido de mala manera lesionando al Chino, nuestro portero, casi fracturándole la quijada. Afortunadamente la lesión sanó pronto, más pronto que el orgullo de nuestro equipo.
Perdimos. No fuimos campeones de liga. Luego el equipo se desintegró. Por un tiempo me siguieron endosando la vieja cantaleta. Pero a mí todo eso ya no me importó.

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